sábado, 11 de abril de 2020

Conseguimos crear una rutina diaria. La mayoría de nuestra atención estaba centrada en el huerto. Hemos ido plantando semilleros en macetas y garrafas vacías que encontramos, que esperan a ser trasplantados cuando broten. Aparte de los semilleros, tenemos zanahorias y lechugas plantadas directamente en el suelo. En unos días tendríamos los primeros brotes y si conseguíamos que los plantones salieran adelante, tendríamos comida fresca. No era ninguna tontería.
Por otro lado, comenzamos a encender la antigua radio que encontramos. Decidimos no emitir, sólo escuchar. Nunca sabes quién puede estar al otro lado. Todas las tardes, cuando el sol comenzaba a desaparecer, encendíamos la radio y una de nosotras iba paseando por todas las frecuencias. En ninguna ocasión conseguimos captar señal, pero la esperanza es lo último que se pierde, ¿verdad? 
Esperanza. 
¿Qué esperábamos? No lo tengo muy claro. ¿Una civilización segura? ¿No preocuparnos por la comida y el agua? En cierta forma me sentía culpable, ¿acaso no tenía suficiente con lo que ya tenía? Si y no. Me faltaba, y creo que puedo hablar por todas las integrantes de este grupo, seguridad. Necesitábamos la tranquilidad que te da la seguridad, vivir sin miedo. ¿Es acaso posible eso cuando ha llegado el fin del mundo?

Esta mañana volvimos al río. No se ha terminado el agua del último viaje, pero hemos encontrado un par de bidones más. Los dos bidones llenos significaban 50 litros de agua que nos vendrían muy bien para nuestras plantas y, aunque la lluvia está ayudando, íbamos a necesitar bastante agua.
Era un viaje duro y al volver estábamos cansadas, pero es notable que nuestro estado físico está mejorando bastante ¡y sin rutina de entrenamiento! Sólo hacía falta un poco de supervivencia. 
Tras una parada para comer, cogimos suficiente energía para plantar algunos semilleros más.

-Terminamos este y subimos, que tenemos que encender la radio.
-Vale pero vamos a necesitar más cantos. -Miré las tres piedras que los quedaban. - Entre aquellos árboles hay bastantes, voy a por unos cuantos.
-Vale.
Paula se quedó terminando el semillero y preparando el que sería el último de la tarde. El día estaba nublado, con ese tipo de clima, que hace que no te apetezca estar fuera de casa. Desde que el firiovirus apareció en escena hacía un  tiempo de locos: sol, frío, lluvia, calor, niebla. Bueno también podía ser la primavera. No lo tengo muy claro. La cuestión es que tanto cambio me da dolor de cabeza.

Cuando llegué a los primeros árboles comencé recoger piedras. Una. Dos. Tres. Vi una sombra oscura por el rabillo de ojo y, en un acto reflejo, me aparte hacia el otro lado. El problema fue que la sombra venía con mucha inercia y acabé en el suelo, notando en la caída como algo rasgaba la manga de mi camiseta. Caí a plomo y el dolor me paralizó un par de segundos. Tras otro par de segundos más, vi que la dichosa sombra era un Zfir que había acabado en el suelo también. Mierda. Joder. Joder, joder, joder. Le tiré las piedras que aún tenía en la mano, pero fue lo mismo que tirarle confeti. El Zfir, lleno de odio, lanzó una garra a mi pierna y me cogió del tobillo. Intenté arrastrarme clavando mis dedos y mis uñas en la tierra, pero él tiraba de mí con más fuerza. Desesperada, miré a mi alrededor durante lo que parecieron un par de minutos, pero no habían sido más de cinco segundos. Alcancé a ver una piedra algo más grande que los cantos. La cogí y comencé a golpear la mano del Zfir hasta que me soltó. Aunque creo que sólo me soltó por que le había fracturado prácticamente todos los huesos de la mano.
Cuando dejó de ejercer presión me levanté rápidamente y comencé a correr hacia la finca. Ni siquiera me di cuenta de que iba cojeando. El Zfir también se había levantado y corría unos metros tras de mí, con los brazos levantados en mi dirección buscando agarrarme con la mano que no le había destrozado. Era un espectáculo dantesco. Salí de los árboles en dirección al huerto donde sabía que estaba Paula, pero no había rastro de ella. Sólo vi a Perita, cerca de la caseta de herramientas, que venia corriendo y ladrando, con el lomo erizado. 
Una de las veces que miré hacia atrás mientras corría vi a Paula saliendo de detrás de un árbol y tirando al Zfir al suelo. Una vez abatido, le apuñaló en la cabeza una vez. Otra. Otra. Otra. Mis ojos se llenaron de lágrimas y me dejé caer. Otra vez estaba en el suelo. 

-Oye, ¿estás bien? ¿Te ha herido? -Preguntó Paula agachándose cuando llegó a mi altura corriendo.
Negué con la cabeza mientras abrazaba a Perita, que se había acercado también más tranquila.
-Quedaos aquí, ahora vuelvo.
-No te vayas.
-Perita está contigo. Yo voy a tardar poco.
Paula se alejó y observe de lejos como arrastraba el cuerpo del Zfir hacia los árboles. Ella y su obsesión por alejar los cadáveres. No mintió. Tardó sólo diez minutos en volver.
-¿Entramos? -Preguntó al llegar a mi lado.
Asentí y al ponerme en pie flaqueé con la pierna lastimada. La adrenalina se había ido y el dolor había llegado a su punto álgido.
-Pero, ¿estás herida?
-No. Bueno, sí. Pero esto me lo he hecho yo.
Me miró con cara de duda, pero no era el momento de dar explicaciones. Metió su hombro bajo el mío para ayudarme a entrar en casa y me sentó en el sofá.
-Enséñamelo.
Como respuesta me quité la bota y subí el bajo del pantalón. El hematoma era de un tamaño considerable.
-¿Estará roto?
-Yo aseguraría que no, pero apedreé su mano con mucha fuerza y debajo estaba mi pierna.
-Tienes que guardar reposo para que eso mejore, ¿no?
-Sí. Ve a mi mochila y coge un Paracetamol. Oye,-Paula se giró en la puerta- ¿cómo sabías que tenías que ayudarme?
-Te escuché gritar mientras le aplastabas la mano.
Y yo ni siquiera sabía que había gritado.

Paula preparó algo de cena mientras yo le contaba con detalle lo que había pasado con el Zfir. Me relajé. Me había vuelto a relajar, como en la tapia de mi vecino. Parecía que había ocurrido hacia tres años y fue sólo hace unas semanas. Había tardado poco en volver a fallar. ¿A quién se le ocurre andar desarmada cuando la gente estaba muriendo y convirtiéndose en zombies asesinos? A mí. Sólo a mí.
Seguía con mi recital de autocastigo cuando Paula sacó de un bolsillo su navaja de mariposa, ya limpia.
-Toma. Es muy especial para mí. Mucho. Te la voy a regalar, por que tu también eres muy especial para mí. Pero este regalo conlleva una condición que debes cumplir.
-¿Qué? ¿Cómo? Eh... ¿Cuál?
-Debes llevarla siempre, siempre, encima. Hasta durmiendo. Siempre.

Cogí la navaja como si cogiera un tesoro. La última vez que la tuve en las manos no me había parado a leer la frase grabada en la hoja. "Mantente fuerte. L."
Comencé  a sentir cómo me palpitaba el pecho mientras jugaba con la navaja en mis manos. Mis mejillas se estaban ruborizando y no sabía por qué. Ahora me daba vergüenza mirar a Paula, iba a pensar que yo era idiota o algo así. Guardé la navaja en mi bolsillo y levante la mirada. Encontré a Paula aguantando una carcajada, con una sonrisa divertida.

Genial. Pues al final no he podido evitar que piense que soy idiota.