martes, 24 de marzo de 2020

Hemos pasado la noche en el coche, a las puertas de una casa al norte de Córdoba. Los acontecimientos se precipitaron a última hora y hemos tenido que adelantar nuestros planes de huida.
Ayer pasamos el día en la misma tónica que el domingo. También preparamos algunas cosas junto al coche, en casa de Fran. La lluvia no dio descanso durante el día, convirtiéndose en tormenta durante la noche. Cerca de la una de la madrugada, Perita se subió a mi cama llorando. Intenté calmarla pero no fue posible, lloraba sin parar y arañaba mi brazo con su pata.
Aunque los truenos eran ensordecedores, era raro que estuviera asustada por la tormenta, tanto que ni siquiera cuando la acaricié entre mis brazos se calmó.
-¿Alba?
-¿Qué ocurre?- Paula venía por el pasillo.
-No puedo dormir. ¿Perita está llorando?
-Sí. Entra. No sé que le pasa. No para de llorar y de intentar esconderse debajo de la cama.
Estaba comenzando a desesperarme. Suspiré mirando por la ventana, sintiendo como caía la lluvia. Un relámpago de tantos iluminó la noche. La visión, aunque fugaz, me heló la sangre.
-Me cago en la puta.
Paula se puso a mi lado mirando por la ventana, esperando otro relámpago para poder ver algo. La luz llegó a los pocos segundos y vio lo mismo que yo. Cientos de Zfir al final de nuestra calle, avanzando en nuestra dirección.
-Coge las mochilas. Nos vamos. – dijo levantándose de la cama.
Lo siguiente fue la locura. Corríamos por la casa cogiendo la ropa que teníamos preparada para nuestra salida, subiendo las mochilas y bolsas que habíamos preparado. Desde la ventana de mi dormitorio saldríamos hacia la casa de Fran. Una de las veces que nos cruzamos en nuestras carreras, le di un chubasquero a Paula. Yo me había puesto otro. Aunque no habíamos pensado cogerlos, estaba diluviando y la salud es un bien escaso estos días.

Cuando ya estaba todo y Paula se dispuso a salir, recordé las tijeras de poda telescópica. Estaban fuera, donde descansaban siempre. Baje corriendo. Abrir la puerta eran escasos segundos, pero a mí me pareció un siglo. Cuando las cogí, recordé las semillas. Mis semillas. ¿Y si…? Cogí todas mis bolsas de semillas. Pese a la lluvia podía escuchar la multitud de Zfir andando sobre la grava. Antes de cerrar la puerta que conectaba la casa con el patio eché un último vistazo. Hasta aquí. Se acabó. Quién sabe si volvería a disfrutar de mi pequeño remanso de paz. Mi sitio favorito. La puerta de la calle se tambaleó, como por el peso de alguien subiéndose, y apareció justo encima del rostro de un Zfir. Exactamente igual que aquel maldito que se encaramó a esa puerta hace casi dos semanas. En un relámpago me pareció ver que era el mismo, pero fueron milésimas de segundo. Esto era de locos. Lo que si era seguro es que él sí me había visto a mí y se estaba enfadando de esa forma tan odiosa en que se enfadan los Zfir. Atranqué la puerta y subí corriendo. Vi a Paula, que estaba terminando de dar viajes sobre el tejado llevando nuestros enseres a casa del vecino. Justo cuando volvía se resbaló. Me dio un vuelco el corazón. Esto no era ningún juego. Tras incorporarse, se acercó a la ventana y me hizo gestos para que saliera, ya sólo quedaba una mochila que iba a llevar yo. Cogí mis armas de fuego  con su munición y le di la correa de Perita, que estaba acojonada. Antes de salir comencé a bajar la persiana.
-Sujeta la persiana – le grité haciéndole gestos. La tormenta seguía azotando con fuerza.
-¡¿Qué?!
-¡Que me sujetes la persiana!
La bajé todo lo que pude y me arrastré por el pequeño hueco que quedaba. Desde ese mismo hueco cerré el cristal de la ventana y le hice señas a Paula para que dejara caer la persiana. Ya podíamos irnos.

Los primeros Zfir estaban entrando en el patio, siguiendo nuestro rastro, así que comenzamos a cruzar el tejadillo del porche. Mantener el equilibrio en un tejado en mitad de una tormenta no era tarea sencilla, pero llegamos ilesas a casa de Fran. Entrando en du casa pudimos escuchar como los Zfir tiraban la puerta metálica del patio bajo su peso. Eran muchos. Muchísimos. Cargamos el coche a toda velocidad. 
-Yo conduzco. –dije sentándome en el lado del conductor.
-Vale. Espera, espera. No arranques aún. Vamos a intentar que se reconcentren en casa.
Bajamos las ventanillas y esperamos, hasta que escuchamos como destrozaban la puerta de entrada a la casa. La mayoría de Zfir debían estar ya en nuestro patio, amontonados unos encima de otros. Paula asintió con la cabeza y arranqué el coche. No encendí las luces así que iba bastante despacio, viendo el camino sólo con el resplandor de la luna.
-Tenemos que salir por el norte.
-Confío en ti – dijo Paula- conoces este barrio mejor que yo. ¡Cuidado!
Había un Zfir despistado en mitad del camino, justo por donde íbamos a salir. Lo esquive a poca velocidad. Si nos veía subir por la avenida del Brillante subiría en busca nuestra y nos encontraría… O no.
Subí por la avenida hasta el Hospital San Juan de Dios, donde, tras un cambio de rasante, giré a la izquierda para coger la Carretera de las Ermitas. Las calles estaban desiertas, fantasmagóricas. Era el resultado del firiovirus. Seguimos subiendo, la carretera se convirtió en un camino de tierra que finalmente desembocó en una carretera secundaria. A los pocos metros de carretera vimos la silueta de un edificio.
-Mira Paula, ¿crees que puede ser un buen sitio para respirar y organizarnos?
-Sí, pero no es momento de asegurar la casa. Tendremos que quedarnos dentro del coche.
 
Miré alrededor, todo era noche y campo. Asentí.

Casi no pudimos dormir hasta que comenzó a amanecer. Entonces caímos rendidas hasta media mañana. Estábamos destrozadas y no sabíamos que iba a ser de nosotras tres. Era el momento de tomar muchas decisiones.