martes, 10 de marzo de 2020

El domingo fue un respiro completamente necesario. Me sentía como si mi cuerpo acabara de salir de fábrica, pero mi cabeza era otra historia. Me estaba jugando una mala pasada y cada vez que pensaba en la tarea que teníamos pendiente, un vértigo recorría mi estómago. No se me olvidaba que teníamos que ir a la casa de mi vecino el asaltahogares. Así es el miedo. Te susurra en el oído hasta que consigue hacerte suyo. Y ahí estás perdido. Estaba siendo difícil pelear contra ese enemigo tan volátil. En realidad no estaba, no podía dispararle ni machacarlo con una tijera de podar. Paula ayer me dio una buena arma para enfrentarme a él, pero aquí estaba de nuevo. No me había comido, pero lo estaba intentando.
La verdad es que no quería salir de la habitación. No sabía como decirle a Paula que no me atrevía a seguir buscando provisiones. A seguir descubriendo horrores.
Unos nudillos resonaron en la puerta. Paula. Suspiré.
-Pasa.
Se quedó en el marco de la puerta.
-¿Qué tal?
-Bueno, he estado mejor. -Acompañé mi respuesta con una sonrisa. Me ponía muy nerviosa tener que decirle que quería quedarme aquí. Creo que con los nervios mi intento de sonrisa se quedó en una mueca rara.
-Tampoco tienes que tomarte tan a pecho perder en un juego de mesa, ¿eh?
Vale, esa segunda sonrisa ya si fue de verdad.
-Oye... - Comencé a decirle.
-Escucha. He estado en el patio antes, como ahora te ha dado por no madrugar... -Sonrió- Bueno, he visto que tienes algunas plantas un poco deprimidas. Si quieres podemos echarles un vistazo y así me enseñas a cuidarlas. La verdad es que me ha llamado mucho la atención esa faceta tuya.
No me lo podía creer. Me estaba echando un cable, ¿verdad? Sí. Me estaba ayudando. Me estaba dando un tiempo de adaptación que no se le ha permitido mucha gente. Seguramente ella no lo tuvo, pero está teniendo la amabilidad de concedérmelo a mí. Y yo no sabía cómo mostrarle mi agradecimiento.
Estaba haciendo un día de maravilla así que bajé con una manga corta para disfrutar del sol.
-Vamos Alba, que se nos hace de noche.
-Pues venga, muévete. Coge de ese primer cajón las herramientas. Debajo del sofá está la tierra, cógela también.
-Ah, ah. Espera. Que voy a ser la mano de obra barata.
-¡No! Eres la aprendiza, así que también debes aprender dónde está todo.
Le enseñé a trasplantar y a regar según el tipo de maceta y planta. Cortamos un poco de perejil y de albahaca para echarle a alguna comida, quizás así perdiera un poco el sabor a lata.

-Paula, ¿qué quieres plantar?
-¿Podemos plantar?
-Claro, está llegando el buen tiempo. ¿Qué te parecen unas lechugas? Salen medianamente pronto.
-Hostia, sí, sí quiero. ¿Tú crees que podremos comérnoslas?
-Espero que si. ¿Pimientos?
-Vale. ¿Podemos plantar tomates?
Oye pues la veía entusiasmada, iba a ser divertido.
-Sí, tengo semillas de varias clases, podemos probar a plantar diferentes.
Pasamos el resto del día plantando, teníamos quince semilleros nuevos. Simplemente le encantó. Los pusimos a buen recaudo y es que a veces a Perita le da por jugar con las macetas que no debe. Sobre las cinco estábamos llenas de tierra y cansadas, pero satisfechas. Nos habíamos sentado contra la pared en la que daban los últimos rayos de sol de la tarde con Rati y con Perita, hablando de todo y de nada.
-¿Cómo acabaste aquí? – me preguntó-. En este barrio. En esta casa enorme.
-Pues mira. No llegué aquí sola. Cuando me vine a vivir aquí tenía pareja. Alejandro. Él era arquitecto, de Las Palmas de Gran Canaria. Siempre andaba para arriba y para abajo, viajaba mucho para asistir a conferencias y congresos. Tenía mucho renombre, podía trabajar donde quisiera. Nos conocimos en Santander, unos meses antes de venir para Córdoba. Yo quería volver a mis orígenes y él aceptó.
-Braguetazo.
-Sí, de disgustos. Vimos algunos pisos y casas para alquilar y, entre nuestras mascotas y nuestros gustos, finalmente nos decidimos por esta casa. A mi personalmente me encantó ybme sigue encantando. Un día, durante uno de sus viajes, me fui a tomar algo con Perita al centro histórico. No lo visito mucho pero me gusta aparecer por allí alguna vez, es precioso. Allí me pareció ver a Alejandro en una terraza con una chica, bastante meloso. Me puse hecha un basilisco y para allá que fui a enterarme de quien era la otra. Imagínate mi cara cuando me enteré de que la otra era yo.
-¿Qué dices?
-Seis años llevaba con ella y dos conmigo. Liamos una bronca de la hostia. Nosotras gritando, Perita ladrando. Cogí lo que quedaba de mi amor propio y me vine a casa. Recogí sus cosas y se las puse en la puerta. Nunca más. Supongo que se fue a Canarias con ella, o a la Conchinchina. Me da igual.
-Madre mía, Alba. ¿Cuánto hace de eso?
-Casi un año. No si yo ya estoy genial, ¿sabes? Pero es verdad que vivo aquí por él.
Me frotó un brazo como muestra de empatía y la verdad es que me sentí reconfortada. El fin del mundo, que une mucho.
Estaba comenzando a refrescar así que entramos en casa. Me sentía renovada. Apoyada. Me sentía fuerte. Si hubiera tenido este bajón sola no sé que habría sido de mí.
Entraba la noche y estábamos en el sofá, medio dormidas por el cansancio.
-Oye Paula, mañana vamos a seguir con las casas de los vecinos.
-Vale – dijo medio adormilada - como quieras.
-Venga, vete a la cama.
Estuve un rato más despierta en el salón, pensando en cómo habíamos llegado a este punto, partiendo de una sociedad tan estructurada como la que había antes del firiovirus. Los que íbamos quedando estábamos cambiando. ¿Vamos a establecer un nuevo mundo? Pues no tiene muy buena pinta.

Por la mañana volví a despertarme temprano, mi rutina de siempre. Desayunamos juntas medio café cada una. Racionamiento y más racionamiento. Tenía hambre. Estoy segura de que Paula también. Pero estábamos vivas y relativamente tranquilas, que en estos tiempos ya era bastante. Comenzamos a pasar por las casas de los vecinos hasta que llegamos a la pared que tocaba saltar. Paula puso la escalera y saltó primera. Subí lentamente. Al llegar arriba me senté antes de bajar y lancé un suspiro. Con ayuda de Paula bajé. Tocaba volver a allanar una morada.
El primer quebradero de cabeza: cómo entrar. Buscamos llaves por todos los maceteros. Nada. Era la casa más grande de la comunidad de vecinos, tenía dos plantas y una especie de buhardilla. La ventana de la buhardilla no tenía barrotes, pero las demás estaban enrejadas. Iba a ser complicado entrar sin formar un escándalo.
-Lo veo complicado.
Paula, tras escucharme, se agachó y buscó algo en su mochila. Se acercó a la puerta con paso decidido y se puso a hurgar en la cerradura. Me acerqué a echar un vistazo y cuando vi lo que estaba haciendo no daba crédito.
-¿Estas abriendo? –Paula ni siquiera me miró- ¿Eso son ganzúas? ¿Sabes usar ganzúas? ¿En otra época has sido ladrona o algo así?
-Alba, necesito que estés en silencio y me dejes concentrarme.
-Vale, lo siento. – Susurré y anduve unos pasos hacia atrás. No mucho, quería ver cómo lo hacía.
Tras unos minutos, la puerta se abrió. El olor que salió de allí nos hizo retroceder de un salto.
-¿Pero qué cojones? Alba átate algo de ropa en la cara.
Así lo hice y entramos.
-¿Entonces eres una ladrona?
-No mujer, me lo enseñó un familiar que era un poco delincuente. Aprendí rápido, se me dan bien los juegos de manos.
-Ah. -Si Paula sabía forzar puertas, un mundo de posibilidades se abría ante nosotras.- Oye, ¿por qué huele así?
-Huele a que nos vamos a encontrar un cadáver y a comida podrida.
-Genial.
El cadáver estaba, claro que estaba. Creo que era una mujer, pero estaba realmente asqueroso. Era horrible. Estaba en un cuarto de baño de la planta superior. Paula tuvo la amabilidad de registrarlo sin mí. Encontró paracetamol, ibuprofeno, diazepam, amoxicilina, lorazepam, enantyum y algunas vendas. También cogimos productos del baño para llevarnos.
Paula cerró la puerta al salir y el olor disminuyó un poco en el resto de la casa. Comenzamos de arriba a abajo. La buhardilla era una pasada, había un ventanal que daba a la parte trasera de nuestras casas y desde donde se veía la avenida principal. Era como una especie de sala de estar con juegos, billar, diana y una mesa de hockey en aire. Tenían algunas bolsas de patatas fritas y aperitivos. Nos iba a venir de perlas. Antes de bajar fui a disfrutar de las vistas por última vez.
-Paula. Ven.
La contundencia de mis dos palabras hizo que Paula viniera rápidamente.
-¿Qué es eso? – Pregunté al aire.
En la avenida principal que daba nombre a mi barrio, había una especie de procesión de Zfir, bajando hacia el centro de la ciudad. Al principio parecían desperdigados, pero mientras más pasaban iban pareciendo una masa más compacta.
-¿Será uno de esos enjambres de los que hablaba tu vecino?
-No lo sé, pero da bastante miedo.
-Hay bastantes que llevan uniformes de la cárcel, ¿verdad?
-Sí... A saber qué ha ocurrido allí.
Nos quedamos un rato más mirando por la ventana hasta que volvieron a estar más desperdigados, supongo que porque la procesión estaba terminando.
-Vamos.

Bajamos y encontramos algunas cosas a las que podíamos sacar utilidad. Nos llevamos un bate de béisbol que había expuesto en una pared y más luces y velas. En el dormitorio encontramos un paquete de pilas.
En la planta de abajo estaba el premio gordo, en la cocina. Había fruta que estaba podrida, pero había muchas otras cosas que no lo estaban. Encontramos huevos que acababan de caducar, pero pensaba comprobarlo sumergiéndolos en agua. Zanahorias así un poco feas pero comestibles, un par de calabacines también medio feos y medio saco de patatas. No me lo podía creer, había un montón de comida. Qué triunfo. También había latas de champiñones, de atún, varios cartones de leche, café… No cabíamos en nosotras de la emoción. Supongo que compraron para estar un tiempo encerrados, pero se ve que ya estaban contagiados y murieron aquí. Uno no se levantó, pero el otro sí.

Volvimos a casa y hemos estados organizando nuestro botín. Me costó ir allí, pero ha valido la pena.